24 enero 2012

Economía de Portugal: «Tudo isto é fado»

La macroeconomía lusa vive su peor momento. Sin embargo, al margen de errores propios, hay coincidencia casi generalizada en que la situación es en gran medida consecuencia de la integración del país en la eurozona. Tras la revolución de los claveles (abril de 1974) que derrumbó la ya debilitada dictadura salazarista, Portugal sorprendió a medio mundo al superar sin apenas apuros la pérdida de sus colonias (las africanas Angola, Cabo Verde, Guinea Bisáu y Mozambique, la china de Macao y Timor Leste, isla situada al norte de Australia), territorios que en teoría constituían la principal fuente de ingresos del Estado.
Pero en realidad, el Estado luso perdía ingentes cantidades de dinero en África debido a dos motivos: la nula aportación fiscal de los nacionales y empresas afincadas en las colonias y, segundo, el elevado coste de mantener a miles de kilómetros de la metrópoli las fuerzas militares que combatían el creciente poder de los movimientos independentistas armados, conflictos que se iniciaron en 1961 en Angola y se extendieron a todos los demás territorios del continente negro, exceptuado Cabo Verde.

Mucha guerra, beneficios pocos

Los únicos beneficiarios de aquel imperio en guerra eran quienes negociaban con bienes --sobre todo forestales, mineros y pesqueros-- extraídos de aquellos territorios.
De modo que a partir de 1974 y una vez iniciado el proceso de descolonización, los primeros gobiernos democráticos reorganizaron el Estado y al margen de inevitables rifirrafes interpartidarios, Portugal inició una fructífera racionalización económica al tiempo que --y esto es capital-- mantenía una activa red de contactos empresariales en las ex colonias.
Sin prisas pero sin pausas, la economía lusa se diversificó y aprovechó su rica experiencia y habilidad comerciales --Portugal, al igual que Cataluña, ha vivido épocas en las que ha hecho bueno el latiguillo de ser una Fenicia moderna.

Crecimiento constante

El ingreso en la Unión Europea (UE), sustanciado el 1 de enero de 1986, a la par que España, reforzó el rol de los servicios y sucesivos gobiernos ejecutaron un vasto programa de reformas --que de hecho ya se había iniciado antes del ingreso en la UE--, del que cabe destacar por sus positivos efectos tres aspectos: la implantación de una fiscalidad efectiva; la venta de casi todas las empresas estatales heredadas del salazarismo, entre las que abundaban los simples comisionistas, y en tercer lugar la liberalización de actividades que estaban fuertemente intervenidas o nacionalizadas, como era el caso de las entidades financieras.
El sostén de la economía lusa radica desde hace ya casi medio siglo, máxime tras el fin de la dictadura, en el sector terciario, que en 2010 aportó el 62 % del producto interior bruto (PIB), destacando el peso del turismo, que supone la cuarta parte de esos puntos.
No obstante, la industria también ha ido ganando peso (algo más del 34 % del PIB en el 2010), mientras que la agricultura y la pesca languidecen (apenas el 4 %).
Durante los años noventa, Portugal experimentó crecimientos interanuales del PIB superiores a la media de la UE, logró tejer una notable red viaria y modernizó los servicios urbanos, amén de mejorar su vetusto parque de viviendas; se dotó de una red hospitalaria que envidiaban los países más desarrollados de Europa y la población mejoró notablemente su calidad de vida.
Esa tónica ascendente, si bien se fue atemperando la tasa de crecimiento, se mantuvo hasta 2007, año en el que Portugal alcanzó el puesto número 22 en la clasificación mundial de competitividad --por delante de España e incluso de Francia-- y el PIB todavía creció el 1,9 % respecto al ejercicio precedente.
Pero las cosas habían empezado a enredarse con la integración en la unión monetaria, que obligó a reducir la inversión pública para contener el déficit y renunciar al endeudamiento pese a no ser grave (en 2002, apenas el 70 %), aunque superaba el techo del 60 % impuesto por el rigorista pacto del euro.
Lentamente, la reducción de las aportaciones del Estado a la economía real, más el recorte de las inversiones privadas y del crédito debido al estallido de la burbuja financiera estadounidense a finales de 2007 (los bancos lusos también habían adquirido activos tóxicos) generaron los lodos actuales.

Cainismo y tensiones

En la primavera del año pasado, para compensar los destrozos financieros llegados del exterior el Gobierno portugués fue obligado a aceptar una operación de rescate (la inyección fue de 80.000 millones de euros) que, en teoría, era para garantizar el cumplimiento de sus obligaciones de pago, pero que en rigor es para proteger a los inversores y detentadores de deuda lusa, que en numerosos casos incluso cobraran por anticipado el principal y los intereses.
Al finalizar el primer trimestre de 2011, cuando Bruselas, Fráncfort (sede del BCE) y Washington (FMI) presionaban y ultimaban la operación de rescate, la deuda externa portuguesa ascendía a 172.000 millones de euros (31.000 millones menos que la griega y 745.000 millones menos que la española); y en las mismas fechas su déficit presupuestario era del 8,6 %.
Cifras y porcentaje que no justificaban la intervención, pero en la decisión pesaron más los temores generados en otros geografías (Irlanda y Grecia) y los intereses de Alemania, Francia y Gran Bretaña (es decir, banca y grandes inversores).
El Gobierno portugués que presidía el socialdemócrata José Sócrates pergeñó un plan que incluía notables recortes presupuestarios y compromisos, pero la negativa de la oposición (el centro-derecha, PSD, y el derechista CDS-PP) a respaldar el plan precipitó la convocatoria de elecciones (junio 2011), ganadas por las derechas, que aceptaron sin rechistar las condiciones establecidas para el rescate por el FMI y el BCE.

Situación explosiva

A partir de entonces el Gobierno que preside Pedro Passos Coelho (PSD, cuyo nombre engaña pues se trata de un partido de centro-derecha) aplica fuertes restricciones y esta semana [por la pasada] ha anunciado un pacto a tres: Gobierno, organizaciones empresariales y uno de los dos sindicatos del país, UGT.
Entre otras medidas de menor calado, el pacto incluye una reforma laboral que reduce en tres días las vacaciones, otorga a las empresas la prerrogativa de suprimir puentes, facilita y abarata el despido, permite congelar e incluso recortar salarios de forma unilateral --previa justificación administrativa--, abarata las horas extras y obliga a los trabajadores a poner a disposición del empleador una reserva (o banco) de horas gratuitas para el caso de que la empresa las necesite.
La negociación del pacto ha durado medio año, caracterizado por la tensión y las huelgas.
Además, las tensiones seguirán vivas, pues la central sindical lusa mayoritaria, la que posee más cuadros y afiliados, la Confederação Geral de Trabalhadores Portugueses (CGTP), se ha negado a respaldar tan drásticas medidas y ha anunciado que convocará movilizaciones contra la "vuelta al feudalismo".

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