Hai varios anos, cheguei ao xornal para o que traballaba cargado cunha historia extraordinaria: o concelleiro responsable da facenda dun concello ordenara embargar bens a un veciño moroso que debía o imposto de circulación correspondente a tres anos, un par de recibos do IBI, outros dous da taxa de lixos e unha ducia de multas por aparcadoiros indebidos.
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VERSIÓN EN CASTELLANO
Hace años, llegué al periódico para el que trabajaba cargado con una historia extraordinaria: el concejal responsable de la hacienda de un ayuntamiento había ordenado embargar bienes a un vecino moroso que debía el impuesto de circulación correspondiente a tres años, un par de recibos del IBI, otros dos de la tasa de basuras y una docena de multas por aparcamientos indebidos.
El insolvente era un cincuentón que había ejercido varias profesiones. Cuando le conocí carecía de empleo y desde hacía ya diez meses no cobraba el subsidio. Había laborado de albañil, que era el oficio que durante más tiempo había desempeñado, vigilante de obra, mozo de almacén, camionero…
Residía en la vieja y mal mantenida casa que había heredado de sus padres, en los aledaños de una villa coruñesa. Estaba separado de su esposa desde hacía más de diez años, casi tantos como los que llevaba sin ver a su hijo. Era una persona amargada que ya merecía el calificativo de cascarrabias; sobrevivía gracias a que no pagaba alquiler, a que mal comía y a trabajos esporádicos y chapuzas varias, siempre sin contrato ni ser dado de alta en la seguridad social: «A ese —contó refiriéndose a un empresario popular en la zona— le tengo trabajado en dos obras, en una dos semanas y en la otra casi un mes, no tengo queja, me pagó bien pero sin seguro, nadie quiere gente fija…»
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Ya entonces abundaba la precariedad laboral
Sin embargo, todas esas circunstancias eran poco noticiables por sí solas. Ya entonces no eran singulares. Servían para describir un personaje de novela, pero como periodista lo que me interesaba era el episodio que se había iniciado sólo cinco días antes de mi visita, cuando el concejal responsable de la hacienda local, harto de impagados y obsesionado con el cincuentón, redactó un embargo cautelar de los bienes que los agentes de la autoridad pudieran hallar en el domicilio del deudor.
El paisano estaba en el punto de mira del edil a título personal porque tenía el hábito y la "desfachatez" de criticar en un par de bares los fastos en los que el ayuntamiento gastaba los cuartos y, para colmo, quince días antes se había dirigido públicamente al concejal para recriminarle en voz alta los dispendios del gobierno municipal, mencionando varios casos concretos, incluidos un par de almuerzos con marisco y alvariños.
La bronca fue sonada y el vecino, que era pobre y poco instruido pero las cazaba al vuelo porque era inteligente, ridiculizó al edil, que tenía un buen empleo comercial pero a quien tampoco le sobraban los conocimientos y, para su desgracia, era intelectualmente lento de reflejos y poco ducho a la hora de pelear con las palabras.
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Un concejal valiente
Eso sí, era un concejal valiente —sigue gobernando el mismo partido pero él ya no fue en las dos últimas listas—, incluso es osado y esto lo premiaban sus compañeros de siglas y el alcalde, un empresario de los que varias veces al día dice eso de que a mí nadie me regaló nada.
En fin, que un buen día, con la bronca de la tasca sin digerir, el concejal decidió que ese desgraciado se va a enterar.
Provistos del papelito con membrete del ayuntamiento que había firmado el ofendido, dos agentes municipales acudieron a casa del moroso y tras una breve discusión, se apropiaron de la televisión, de un radio-casete e instruyeron al embargado para que no utilizara el coche porque desde ese momento quedaba requisado: «No lo muevas, desde el concello enviarán una grúa o te dirán adonde tienes que llevarlo; no te preocupes, te lo devolverán cuando pagues lo que debes».
Pues bien, el día que entré en la redacción cargado con la historia viví uno de esos raros momentos —¡cada vez más excepcionales!— en los que el periodista se siente más hermano que nunca de los protagonistas de la actualidad porque es portador de un “tesoro” que merece ser conocido por sus congéneres; al fin y al cabo todo periodista decente (sea bueno, regular o incluso deficiente a la hora de narrar los hechos) sabe que construye pedacitos de realidad que sumados a muchos otros acaban influyendo en las personas, la economía, las instituciones y en definitiva en la vida, para mejorarla… o envilecerla.
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Las fuentes de información más valiosas
Además, la historia me satisfacía doblemente porque me llegó por boca de una persona del común; no era el chivatazo de un edil de la oposición, ni siquiera el aviso de uno de los abogados conocidos que se entera de un hecho extraordinario; nada de eso, me había telefoneado una de las decenas de personas —¡qué digo decenas!, ¡cientos!— a las que a lo largo de los años entregas una tarjeta diciendo algo así como si sabes de…, si te enteras de…, tome, ya nos veremos… o simplemente un ya me llamará si…
Reorganicé la jornada y apenas una hora después de escuchar y tomar nota de los datos básicos, ¡la pista!, ya estaba camino del domicilio del cincuentón. Me costó encontrar la casa, pero no había nadie. Esperé una hora, dos y por fin la víctima del embargo llegó al volante de su coche. Bajó del vehículo, me miró de soslayo, abrió el portón trasero y cargado con una tele que le había prestado un amigo me preguntó sin mirarme «¿qué quiere?»
Casi tres horas después, cuando ya entraba en A Coruña, recordé la escena y que el tipo utilizaba su destartalada furgoneta, sin seguro y contraviniendo la orden de los municipales.
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La mejor bandera: el papelito que había firmado la autoridad
Conté la historia a mi superior. Es más, mostré la copia de la orden de embargo que una treintañera poco avezada en vericuetos enfangados me había permitido hacer en la gestoría administrativa que, según ella refirió, mediaba entre el cincuentón y el concejal «para evitar males mayores».
La señora de la gestoría, tan amable como ingenua, no supo decirme si la labor del gestor consistía en evitar males mayores al embargado o al embargador, pero de momento este detalle sólo era el posible guion de un segundo o tercer capítulo de lo que a esas alturas estaba seguro de que sería la entretenida crónica de cómo funciona un ayuntamiento gobernado por concejales osados que confunden mandato con legislatura. Y cosas peores.
De modo que al presentar a la superioridad lo que debía ser un trabajo rentable para todos, ¡empezando por la empresa!, me limité a referir los datos ya disponibles y agité mi valiosa bandera: la copia de la orden de embargo.
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No era conveniente...
Me dijo que no. ¿Por qué?
«Si pone denuncia en el juzgado, lo publicamos»…
Ya había vivido noes de similar catadura, pero nunca justificados con tantas insensateces: «Es un alcalde honrado y además, un empresario de mucho mérito». Y el latiguillo por responsabilidad…
El alcalde no figura en la historia…
Pero le afectará directamente…
¿Y el vecino?, ¿y la ley?, ¿y la cacareada labor de informar?
La superioridad dijo que no.
En el fondo lo temía. Hacía cierto tiempo que el periódico estaba, como diría… ¡en el limbo y en el subsuelo! La dos cosas. Cada vez eran más numerosos los mandamases y servidores que consideraban que todo estaba hecho y todo inventado.
Eran como el encargado de un horno convencido de que con hacer pan un día de cada siete ya cubre la demanda de toda la semana porque los clientes ya se han acostumbrado a comer pan duro.
Aquel día reviví la ilusión que todos los periodistas sentimos la primera vez que logramos manejar un pedazo de realidad, sensación que perseguimos (o deberíamos perseguir) hasta que nos jubilamos (…o nos jubilan).
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«Nadie nos podrá quitar lo bailao»
Pero también sentí con similar fuerza lo que temía: en el periódico habían construido un búnquer cuyos objetivos eran ajenos al negocio de informar; peor todavía: los objetivos del búnquer atravesaban el periodismo de lado a lado hasta hacer sangre.
Poco a poco, aprendí a hibernar. Pero ni así. Lo querían y lo quieren todo.
Hay profesionales de la información que no se contentan con cultivar relaciones de interés, asesorar a políticos con poder o ayudar a empresarios —sea directivo de una minera, director de una caja de ahorros u organizador de cursos de formación—, quieren que trabajes y te mantengas al margen, aplaudiendo sus decisiones o cuando menos, sonrías sin decir mu.
Tan confiados están que no les preocupa ser grabados cuando ofrecen sus servicios como asesores, conseguidores o publicistas.
Hay clientes que ya se han acostumbrado al pan duro.
VERSIÓN EN CASTELLANO
Aún quedan lectores acostumbrados a leer pan duro
..Hace años, llegué al periódico para el que trabajaba cargado con una historia extraordinaria: el concejal responsable de la hacienda de un ayuntamiento había ordenado embargar bienes a un vecino moroso que debía el impuesto de circulación correspondiente a tres años, un par de recibos del IBI, otros dos de la tasa de basuras y una docena de multas por aparcamientos indebidos.
El insolvente era un cincuentón que había ejercido varias profesiones. Cuando le conocí carecía de empleo y desde hacía ya diez meses no cobraba el subsidio. Había laborado de albañil, que era el oficio que durante más tiempo había desempeñado, vigilante de obra, mozo de almacén, camionero…
Residía en la vieja y mal mantenida casa que había heredado de sus padres, en los aledaños de una villa coruñesa. Estaba separado de su esposa desde hacía más de diez años, casi tantos como los que llevaba sin ver a su hijo. Era una persona amargada que ya merecía el calificativo de cascarrabias; sobrevivía gracias a que no pagaba alquiler, a que mal comía y a trabajos esporádicos y chapuzas varias, siempre sin contrato ni ser dado de alta en la seguridad social: «A ese —contó refiriéndose a un empresario popular en la zona— le tengo trabajado en dos obras, en una dos semanas y en la otra casi un mes, no tengo queja, me pagó bien pero sin seguro, nadie quiere gente fija…»
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Ya entonces abundaba la precariedad laboral
Sin embargo, todas esas circunstancias eran poco noticiables por sí solas. Ya entonces no eran singulares. Servían para describir un personaje de novela, pero como periodista lo que me interesaba era el episodio que se había iniciado sólo cinco días antes de mi visita, cuando el concejal responsable de la hacienda local, harto de impagados y obsesionado con el cincuentón, redactó un embargo cautelar de los bienes que los agentes de la autoridad pudieran hallar en el domicilio del deudor.
El paisano estaba en el punto de mira del edil a título personal porque tenía el hábito y la "desfachatez" de criticar en un par de bares los fastos en los que el ayuntamiento gastaba los cuartos y, para colmo, quince días antes se había dirigido públicamente al concejal para recriminarle en voz alta los dispendios del gobierno municipal, mencionando varios casos concretos, incluidos un par de almuerzos con marisco y alvariños.
La bronca fue sonada y el vecino, que era pobre y poco instruido pero las cazaba al vuelo porque era inteligente, ridiculizó al edil, que tenía un buen empleo comercial pero a quien tampoco le sobraban los conocimientos y, para su desgracia, era intelectualmente lento de reflejos y poco ducho a la hora de pelear con las palabras.
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Un concejal valiente
Eso sí, era un concejal valiente —sigue gobernando el mismo partido pero él ya no fue en las dos últimas listas—, incluso es osado y esto lo premiaban sus compañeros de siglas y el alcalde, un empresario de los que varias veces al día dice eso de que a mí nadie me regaló nada.
En fin, que un buen día, con la bronca de la tasca sin digerir, el concejal decidió que ese desgraciado se va a enterar.
Provistos del papelito con membrete del ayuntamiento que había firmado el ofendido, dos agentes municipales acudieron a casa del moroso y tras una breve discusión, se apropiaron de la televisión, de un radio-casete e instruyeron al embargado para que no utilizara el coche porque desde ese momento quedaba requisado: «No lo muevas, desde el concello enviarán una grúa o te dirán adonde tienes que llevarlo; no te preocupes, te lo devolverán cuando pagues lo que debes».
Pues bien, el día que entré en la redacción cargado con la historia viví uno de esos raros momentos —¡cada vez más excepcionales!— en los que el periodista se siente más hermano que nunca de los protagonistas de la actualidad porque es portador de un “tesoro” que merece ser conocido por sus congéneres; al fin y al cabo todo periodista decente (sea bueno, regular o incluso deficiente a la hora de narrar los hechos) sabe que construye pedacitos de realidad que sumados a muchos otros acaban influyendo en las personas, la economía, las instituciones y en definitiva en la vida, para mejorarla… o envilecerla.
..
Las fuentes de información más valiosas
Además, la historia me satisfacía doblemente porque me llegó por boca de una persona del común; no era el chivatazo de un edil de la oposición, ni siquiera el aviso de uno de los abogados conocidos que se entera de un hecho extraordinario; nada de eso, me había telefoneado una de las decenas de personas —¡qué digo decenas!, ¡cientos!— a las que a lo largo de los años entregas una tarjeta diciendo algo así como si sabes de…, si te enteras de…, tome, ya nos veremos… o simplemente un ya me llamará si…
Reorganicé la jornada y apenas una hora después de escuchar y tomar nota de los datos básicos, ¡la pista!, ya estaba camino del domicilio del cincuentón. Me costó encontrar la casa, pero no había nadie. Esperé una hora, dos y por fin la víctima del embargo llegó al volante de su coche. Bajó del vehículo, me miró de soslayo, abrió el portón trasero y cargado con una tele que le había prestado un amigo me preguntó sin mirarme «¿qué quiere?»
Casi tres horas después, cuando ya entraba en A Coruña, recordé la escena y que el tipo utilizaba su destartalada furgoneta, sin seguro y contraviniendo la orden de los municipales.
..
La mejor bandera: el papelito que había firmado la autoridad
Conté la historia a mi superior. Es más, mostré la copia de la orden de embargo que una treintañera poco avezada en vericuetos enfangados me había permitido hacer en la gestoría administrativa que, según ella refirió, mediaba entre el cincuentón y el concejal «para evitar males mayores».
La señora de la gestoría, tan amable como ingenua, no supo decirme si la labor del gestor consistía en evitar males mayores al embargado o al embargador, pero de momento este detalle sólo era el posible guion de un segundo o tercer capítulo de lo que a esas alturas estaba seguro de que sería la entretenida crónica de cómo funciona un ayuntamiento gobernado por concejales osados que confunden mandato con legislatura. Y cosas peores.
De modo que al presentar a la superioridad lo que debía ser un trabajo rentable para todos, ¡empezando por la empresa!, me limité a referir los datos ya disponibles y agité mi valiosa bandera: la copia de la orden de embargo.
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Viñeta de J·R·Mora |
Me dijo que no. ¿Por qué?
«Si pone denuncia en el juzgado, lo publicamos»…
Ya había vivido noes de similar catadura, pero nunca justificados con tantas insensateces: «Es un alcalde honrado y además, un empresario de mucho mérito». Y el latiguillo por responsabilidad…
El alcalde no figura en la historia…
Pero le afectará directamente…
¿Y el vecino?, ¿y la ley?, ¿y la cacareada labor de informar?
La superioridad dijo que no.
En el fondo lo temía. Hacía cierto tiempo que el periódico estaba, como diría… ¡en el limbo y en el subsuelo! La dos cosas. Cada vez eran más numerosos los mandamases y servidores que consideraban que todo estaba hecho y todo inventado.
Eran como el encargado de un horno convencido de que con hacer pan un día de cada siete ya cubre la demanda de toda la semana porque los clientes ya se han acostumbrado a comer pan duro.
Aquel día reviví la ilusión que todos los periodistas sentimos la primera vez que logramos manejar un pedazo de realidad, sensación que perseguimos (o deberíamos perseguir) hasta que nos jubilamos (…o nos jubilan).
..
«Nadie nos podrá quitar lo bailao»
Pero también sentí con similar fuerza lo que temía: en el periódico habían construido un búnquer cuyos objetivos eran ajenos al negocio de informar; peor todavía: los objetivos del búnquer atravesaban el periodismo de lado a lado hasta hacer sangre.
Poco a poco, aprendí a hibernar. Pero ni así. Lo querían y lo quieren todo.
Hay profesionales de la información que no se contentan con cultivar relaciones de interés, asesorar a políticos con poder o ayudar a empresarios —sea directivo de una minera, director de una caja de ahorros u organizador de cursos de formación—, quieren que trabajes y te mantengas al margen, aplaudiendo sus decisiones o cuando menos, sonrías sin decir mu.
Tan confiados están que no les preocupa ser grabados cuando ofrecen sus servicios como asesores, conseguidores o publicistas.
Hay clientes que ya se han acostumbrado al pan duro.
Puede que quienes venden y compran pan duro vayan a menos, pero "¡nadie nos podrá quitar lo bailao!", se consuelan.
Ya sabes lo que pienso.
ResponderEliminarEl que resiste gana, que dicen que decía Cela.
Enhorabuena por seguir ahí y gracias por ser como eres.
En grande medida todos estamos en construcción (o deconstrucción, que también ocurre), siempre, es un proceso que sólo acaba con la muerte (o por un deterioro cerebral grave).
EliminarSomos el resultado de lo que vamos viviendo y, sobre todo, somos el reflejo de las personas que nos rodean, máxime de las que nos influyen o nos condicionan.
Si alguien que tiene méritos a ojos de los demás, se los arroga en exclusiva es un pedante y un insensato.
Yo, como todos, soy en un porcentaje muy elevado el reflejo de las virtudes y de los errores que he disfrutado o sufrido de los demás.
De ti he aprendido más cosas de las que tú mismo puedas pensar, seguro. Esto yo lo sé mejor que tú.
Un abrazo grande.